viernes, 29 de octubre de 2010



HAMMAM

No podía hablar. Las cuerdas vocales no respondían al mandato del cerebro. Los médicos decían que era normal, en casos de estrés postraumático extremo, el cuerpo a veces se convertía en una tierra árida donde nada florecía.
Estaba asustada, se imaginaba a sí misma muda, apagada, como una fuente que no bañara su cabello oscuro, estéril, sin frío ni calor que contrastara la epidermis.
Había perdido a su hijo, hermosa criatura que apenas sostuvo al nacer. Lo sintió sobre el pecho, buscando el manantial de los senos. Pequeñito él, moreno de ojos cerrados y manos curiosas. Lloraba insatisfecho, de hambre. Los médicos lo arrancaron de la madre, tenía que nutrirse, luchar por la vida, pero estaba débil y nadie supo porqué se rindió en la incubadora.
Salió a la calle. La psicóloga le recomendó, al menos, un paseo cada día. Apenas podía sostenerse sobre los pies, pero hizo el esfuerzo como una autómata impulsada por el único sentido, que aunque tenue, aún le quedaba: el de la supervivencia. Se sentía cansada, y avanzaba con pasos cortos hacia ningún lugar. Tras recorrer pocos metros, torció una esquina. Vivía en una de esas ciudades del sur donde la claridad del Sol invitaba a los transeúntes a charlar en las aceras sobre las que emergían muros blanquísimos de casas bajas. Ella, ajena a todo, tuvo que apoyarse en la pared, dejarse caer manchándose la blusa oscura de cal por la espalda. Necesitaba acurrucarse, rodillas flexionadas, cubriéndose los ojos con las manos. Así permaneció unos minutos que para ella fueron breves, y para la mujer que la observaba desde el otro lado de la calle, una eternidad.
La mirona vestía de blanco, un largo vestido de algodón atenuaba el calor del reciente julio. Parecía una mujer común, de edad indefinida, quizá pasados los cuarenta. No pudo evita acercarse a Julia, que así se llamaba la infeliz. Le puso la mano en el hombro, bajó a su altura y le preguntó si se encontraba bien. Julia no se inmutó. La desconocida, la invitó a levantarse y finalmente accedió. “Acompáñame”, dijo, y la siguió guiada por la expresión serena de la mujer.
Caminaron calle abajo, Julia siempre detrás, pasando cuatro calles estrechas que cruzaban la vía hasta detenerse en un amplio portal. La puerta de madera labrada como en las casas castellanas, un híbrido arquitectónico que invitaba a imaginar los distintos dueños y épocas que la ocuparon.
Tras pasar el patio austero entraron en el interior del edificio. Julia abrió los ojos, por primera vez impresionada. El olor a tomillo mezclado con otras esencias silvestres la reconfortó como si volviera a reencontrarse con la primitiva raíz que la unió a la vida. La luz era tenue, pero suficientemente cálida para crear un estado de calma. Todo era antiguo, los muros de cal y arena, y de piedras viejas las escaleras. Tras la entrada, donde un hombre de aspecto árabe, joven, pulcrísimo, sonreía para darles la bienvenida, entrarons a una sala cuadrada.
Fue como entrar en un mundo ajeno, placentero, el aroma era aún más intenso. Una nave amplia, se abría bajo una bóveda rectangular donde diminutos vanos dejaban pasar la luz. Hacía un calor intenso, por lo que imaginó que las fuentes rodeando la sala con cuencos metálicos al lado servirían para refrescarse. Sin embargo, no se sentía en condiciones de pensar profundamente sobre el lugar. Simplemente, se dejaba llevar.
La anfitriona le pidió esperara sentada sobre la piedra central. Desapareció por la entrada principal y regresó a los pocos minutos con un té humeante, un par de toallas y unas chanclas.
- Entra en una de aquellas cabinas- dijo señalando una hilera de puertas a su derecha-, quítate la ropa y cúbrete con una toalla. El Hamman te ayudará a liberar las preocupaciones, abrirá los poros de la piel, dejando ir las toxinas del cuerpo y de la mente.
Julia estaba confusa, nunca había visitado un lugar así. Había oído hablar de los baños turcos, herencia de las antiguas termas romanas, sin embargo, desconfiaba de las propiedades terapéuticas que pudieran ofrecerle a ella, que había perdido lo más querido.
No obstante, obedeció a la mujer. Lo mismo le daba estar tirada sobre una calle cualquiera que allí mismo.
Salió del vestuario tapada con la toalla hasta las rodillas y calzando las chanclas de plástico. No había nadie en la sala, pero el té la estaba esperando sobre el banco de mármol central. Cogió un cuenco y lo llenó de agua. Se sentó y decidió tomar el té. Sabía a menta, a clavo y a canela, despertando en ella sensaciones olvidadas, de cuando se sentía viva.
El calor, en forma de vapor de agua, comenzó a penetrar más allá de los órganos vitales. Terminó el té y se tumbó sobre la piedra. Sintió la soledad entre el sudor y los olores exquisitos. Cerró los ojos. Quería huir, formar parte del ambiente, evaporarse. Conforme iba sintiendo la humedad en la toalla y el agua deslizándose por la piel, el cuerpo comenzaba a perder la gravedad que la mantenía hundida como una losa sobre la cabeza.
Ahora era leve, sutil aliento de vida que podía desplazarse en singular metamorfosis: ahora un gas, después el agua, antes inerte metal carente de esperanza. Se le abría un mundo de posibilidades en ese mismo instante, ausente de sí, porque ya no era ella, Julia, la desgarrada madre que apenas pudo sostenerse tras la pérdida.
Ahora, el tiempo ha tomado la dimensión circular que tiene. Julia podría ser igual una errante beduina de principios del milenio pasado, que una futura exploradora del universo. Las sensaciones son de auténtica conexión con las fuerzas naturales. Ha perdido la piel, desintegrada en diminutas partículas puede ser pez, o ave, se puede convertir en la hoja caída de un árbol y dejarse llevar sin preocupación para caer de nuevo en la delicada mano de una niña que soplará viéndola regresar a la rama de otro árbol aún demasiado joven como para conocer la caducidad de la vida.
No hay nada escrito en lo etéreo, ningún destino predispone. Y si vacía la mente, deja de ser consciente de la propia existencia, escapa de la carne donde las terminaciones nerviosas alertan del dolor de una punzada o del placer de la caricia.
No se hace preguntas: ¿quién soy? ¿adónde? ¿cómo saldré de las cuerdas que cada amanecer me atan a la cama? No hay preguntas porque no es nada.
Esto no es nuevo, ninguna revelación se manifiesta.
Fuera de sí, la temperatura asciende a 50º C. la anfitriona observa a su invitada desde afuera, si pasan 10 minutos más sin que aún se haya despertado, verterá el agua del cuenco sobre la frente para sacarla del pasado, del presente y del futuro en un mismo lugar. Se imagina el estado casi inerte de Julia, ella también murió un día sobre aquella piedra. Hay que morir para renacer.
Entretanto, Julia continúa, no sabe qué le deparará la vida y prefiere no pensar en ello. Sólo quería que le arrancaran el dolor bajo el pecho, la continua opresión. Lo está consiguiendo.
Después, una ducha de agua fresca terminará de limpiar lo oscuro que hay en sí, como un fluido contaminado, se irá por el desagüe. Julia tomará el tiempo entre sus manos, se despedirá de la mujer que le salvó la vida y dejará de culparse y viajará a la antigua Constantinopla y vivirá otras vidas. Y vivirá.

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LA PANDERETA DIJO (Primera edición)


¿Quién no ha renegado de sus musas o sus musos? (que de todo hay) por bailar la misma música que cotidianamente tocamos? La pandereta dijo es un desafío q todos los instrumentos, entre los que sobresale el ritmo familiar y desacompasado de una historia de amor no solicitada. El libro que tienes en tus manos esconde una realidad donde encuentro y deseo se van transformando en un juego de acróbatas en el que no se sabe cuándo y quién caerá primero.