El camino hacia el otro comienza con el camino hacia sí mismo. Suena a frase Zen, de estas de algún calvo Lin-Chi meditando sobre una colina. Pero no hay que remontarse a la filosofía china para comprenderlo.
Tienes un día entero entre las manos, con sus huecos vacíos y sus horas empastadas. Sin pensarlo, buscas reconocerte en el otro, presenciarte ante el mundo como si al sonar el despertador amaneciera el personaje y no la persona. Te marcas objetivos, obligaciones impuestas que te hacen creer estar llenándote de sabiduría, y si no de sabiduría, regresas al ocio mecánico que te convierte en una raya blanca sobre la calzada. Quieres la música, lo plástico, la literatura, el viaje, el ruido. Eso sacia la curiosidad por aquello que te rodea. Sin embargo, es mucho más simple, cuando surge el silencio y nada estorba y estás sola: comes, duermes, respiras pausadamente contemplando con claridad al proyecto de mujer que un día salió del útero materno. Y descubres quién eres, quién quieres ser, hacia dónde dirigirte o dónde permanecer. Es simple.
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