La costumbre de prolongar los zancos
para observar guijarros desde arriba,
ese anhelo de alturas imposibles.
A veces, alargar el cuello por entre
las nubes,
trazar trayectos de aeroplano para
eludir la asfixia.
Otras,
otras vidas probables se acercan a
decir
que baje un aire que no huela a sueño
vencido.
Entran ganas de abrazar lo etéreo,
quedarse en lo liviano, sentirse
música,
pero es preciso calzarse alguna hoja de
otoño,
dejar que los mosquitos prueben la
sangre,
rascarse la piel, arañarse,
aterrizar a ras de la carne
y sentir
el vestigio del tacto y de la herida.
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