A
todos nos gusta sentirnos partícipes de una revolución, ser los
actores del cambio. De este modo, nos encontramos algunas veces, las
menos, las calles abarrotadas de movimientos de protesta, y las más,
los muros de nuestras redes sociales con cómodos copiapegas y/o “me
gusta” de aquello que creemos más coherente con nuestro
pensamiento (no siempre de nuestros actos).
A raíz
de esto llevo unas horas reflexionando sobre algo que para tantos
pudiera ser simple: el cambio, la revolución. Parece obvio que algo
no está funcionando en un mundo que, como afirma el Vicepresidente
de la ONU, Jean Ziegler -no sé si para ganar popularidad-, hay
suficientes recursos naturales como para que una sola persona esté
pasando hambre. Las oleadas de indignación se expanden a lo largo y
ancho de nuestros países ahora que hemos descubierto la gran mentira
en la que se sustentan los estados; en el momento en el que se nos
quita el caramelo envenenado con el que se nos quiso vender la idea
de igualdad de oportunidades, el niño/a quiere azúcar y se queja.
Normal, de sistemas paternalistas, nacen sociedades inmaduras que
cierran los ojos o vuelven la cara hacia otro lado mientras se les dé
la golosina.
Pero
ahora estamos en la cuerda floja, no importa si hay quien lleva
siglos de opresión, porque hoy por hoy es nuestro bienestar el que
tambalea. Entonces sí, salimos a la calle y protestamos en las
redes sociales, lo cual me parece bien, al fin y al cabo las grandes
transformaciones no se gestan de un día para otro. Sin embargo, tras
el derecho a pataleta, me pregunto en qué consistirá el siguiente
paso o la verdadera revolución. Me parece muy acertado lo que
apuntaba Hemingway al afirmar que La
revolución no es un opio, es una purga, un éxtasis que sólo
prolonga la tiranía. Los opios son para antes o después.
Resulta muy tentador dejarse invadir por la rabia o la desesperación
para recuperar lo que ha sido arrebatado. A más de uno o una se le
pasará por la cabeza quemar los bancos o parlamentos como medida
urgente de cambio. Destrozar todo lo que representa el poder que se
pone las botas a costa de la miseria ajena, en vista de que las
manifestaciones pacíficas de protesta no dan los resultados
esperados. Sin embargo, desde mi punto de vista, combatir la
violencia gubernamental con más violencia, nos llevaría a un
peligroso camino de difícil retorno en el que no me gustaría
penetrar. La violencia genera siempre más violencia, además de
fortalecer a quien está en una posición más favorecida.
Por
otro lado, más de un gurú aprovechará también las circunstancias
para hacerse eco de las carencias, guiará a las víctimas con la
promesa del cambio, alimentará su ego, y sobre todo el propio
bolsillo para, tal y como ha ocurrido en casi toda revolución desde
la historia de la humanidad: sentarse en el trono y repetir el ciclo.
Por
tanto, si es inevitable que unos líderes sustituyan a otros
sirviéndose del flujo de energía que mana del descontento general,
para más tarde ejercer el poder con los mismos o peores métodos del
que fue derrocado, me pregunto cuál será la alternativa.
Tengo
mis propias ideas al respecto. Imagino que los cambios ya se están
produciendo a unos niveles más profundos y esenciales, y en cada
cual está aceptarlos y dejarlos fluir o rebelarse contra ellos.
Entre tanto, claro está, existe la preocupación de cubrir las
necesidades básicas, que no serían insuficientes si simplemente
aprendiéramos a utilizar los recursos naturales y dejáramos a un
lado el pensamiento antropocéntrico que hemos nutrido durante
milenios, si nos abriéramos en busca de otras perspectivas. Pero
eso es algo que remueve, sacude en lo más hondo, saca del
aletargamiento, al ser un hecho que corresponde a cada individuo
independientemente de acciones ajenas. Supone ser el propio dueño
(léase también en femenino), con lo que eso conlleva, que no
dependan de nadie nuestros recursos, y sobre todo, sentirse parte y
no amos (léase como se quiera) de la unidad global que llamamos
universo.